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sábado, 31 de agosto de 2013

Sábanas de humo.



Abrió los ojos como un resorte. Apartó las sábanas, sucias de maquillaje y sudor, y se sentó sobre el borde la cama escuchando la respiración tranquila del cálido cuerpo que dormía junto a él.
 Admiró su cuerpo desnudo, delicado como un vino francés, y bostezó inconscientemente. El torso de la mujer se alzaba de manera acompasada con su respiración dejando adivinar el contorno de sus caderas bajo las sábanas.
Pensó en despertarla suavemente y volver a hacerle el amor, volver a recorrer sus contornos y perderse en su cuerpo. El mundo podría esperar. Observó las marcas que había dejado la noche anterior, mientras dibujaba palabras invisibles en su pálido cuello de olor a jazmín, y el recuerdo de la noche lo embargó como si de una droga se tratara.
Se volvió, y buscó su ropa. Los reflejos del día formaban charquitos de luz bajo sus pies entre la penumbra de la habitación. Miró la hora y se permitió una sonrisa. Las once.
 Por supuesto, pensó.
Siempre eran las once. Ni siquiera recordaba cuanto tiempo hacía que el reloj había perdido su pila y se había detenido en aquella mágica hora. Desde entonces siempre vivía en las once. Todo lo maravilloso ocurría a las once. Era la hora de la cena y el desayuno tardío. La hora de salir de casa y de volver. Siempre eran las once. Pensó amargamente en toda aquella gente que vivía con veinticuatro horas cuando solo hacían falta dos. La gente vivía sin darse cuenta de muchas cosas. Se preguntó de cuantas cosas inservibles y estúpidas no se habría percatado aún, y el amago de un dolor de cabeza asomó en sus sienes. Rechazó la idea y tanteó bajo la cama en busca de sus pantalones. Hurgó en los bolsillos y sacó un cigarrillo. Con el pitillo entre los labios repletos de marcas de pintalabios, cogió su chaqueta en busca de su mechero.
El mechero no funcionaba por supuesto, debía llevar sin gas desde antes de que se estropease el reloj. En realidad, en toda su vida nunca había fumado un cigarrillo, pero le tranquilizaba el tacto del pitillo entre sus labios. Solo sentía ganas de fumar cuando no tenía una cajetilla en el bolsillo. A fin de cuentas, la necesidad de poseer lo que no se tiene es la mayor de las adicciones.
 Miró de nuevo a la mujer, que aún dormía y recordó sus ojos oscuros, ahora escondidos bajo sus párpados cerrados. Ella también había sido como aquel cigarrillo. No sabía que la quería, hasta que dio cuenta de que no la tenía.
Guardó de nuevo el mechero y se vistió aún con el cigarro en la boca. De nuevo pensó en despertarla, pero rechazó la idea. Era mejor así, era tan perfecta así. Sus ojos eran aún más bonitos, y su cuerpo nunca sería más bello que en ese momento.
Abrió la puerta del pequeño apartamento y salió a la calle. Se preguntó si llovería, y mientras miraba el cielo plomizo, sonrió y dio media vuelta. No podía irse.

En ese mismo instante, la mujer abrió los ojos y vio una cajetilla de tabaco sobre el lugar donde debía estar su amante. Sonrió. Hacía años que no sentía ganas de fumar un cigarrillo.

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