El chico pasó de largo sin detenerse un instante a
mirar a aquél viejo sentado en la parada del autobús. Incluso se permitió el
lujo de subir el volumen de los auriculares. Se apoyó en la marquesina y
esperó. En esa parada solo pasaba un autobús, pero cuando el viejo vehículo
llegó con los faros encendidos, el viejo no se movió. El chico lo miró durante
un breve instante y subió, dejándolo atrás.
Aquél extraño viejo, tan arrugado y encogido que se
hacía diminuto entre las capas de abrigo que llevaba, siempre se sentaba a
mirar pasar el mundo, pero nunca subía a ningún autobús. De vez en cuando, si
sentía que tenía fuerzas, lo que ocurría cada vez menos, charlaba con alguno de
los demás habitantes temporales de la parada, y siempre que lo hacía, les
repetía la misma pregunta a todos ellos.
- Si
pudieras pedir un deseo, un deseo de verdad, ¿qué pedirías?
Aquella pregunta le había llevado a escuchar durante
años las respuestas más inverosímiles de todo tipo de gente. La mayoría tenía
que ver con el dinero, pero alguno incluso pensaban en malgastar un deseo en la
victoria de su equipo favorito, o en aprobar un examen.
El viejo vio marcharse el autobús al que había subido
el muchacho hasta que se perdió en una de las innumerables calles de la ciudad.
Se hacía tarde y ya no volvería a pasar ningún autobús hasta el día siguiente,
así que se levantó y recorrió los pocos metros que separaban la parada de su
vivienda. Portal ocho, bajo derecha.
Se cruzó con la hija de su vecina, la Señora Fides,
una anciana mujer que nunca salía de casa y que solo recibía la visita de su
hija y su nieta, una pequeña niña de apenas siete años. Las saludó y las dejó
pasar. La niña le sonrió al reconocerlo y salió del portal riendo. El viejo
sonrió a su vez y se despidió de ellas con una sonrisa cansada. Aquella noche
se sentía más viejo de lo habitual. Sentía como las fuerzas le abandonaban, le
llevó un buen rato introducir la llave en la cerradura, y cuando por fin
consiguió entrar en aquél refugio que llamaba hogar, las piernas le fallaron y
cayó al suelo.
Cuando la hija de la Señora Fides volvió a por el paraguas
olvidado en casa de su madre, encontró al viejo tirado en el suelo y se
apresuró a llamar a una ambulancia. Al despertar, el viejo tranquilizó a los
médicos diciéndoles que tan solo había tropezado, y consiguió evitar que lo
llevasen al hospital. Tras medirle la tensión, y ante su insistencia, los sanitarios
se fueron, y el viejo se quedó por fin a solas en su habitación, tumbado sobre
la cama, disfrutando del poco tiempo que le quedaba.
Cerró los ojos un momento y se acordó de la niña que
le había sonreído. Hacía tiempo que se habían marchado, se hacía tarde y una
vez que la ambulancia había llegado no tenían nada que hacer allí. La niña se
despidió de él como siempre, con una amplia sonrisa.
- ¿Aún
sigues insistiendo en tu ridícula idea viejo amigo? - La voz le hizo abrir los
ojos sobresaltado. Un hombre joven, con una elegante traje y los ojos azules,
lo miraba con expresión preocupada - No te queda mucho.
- Sería
tan fácil como escoger a uno de ellos y concederle
un deseo, eso te permitiría recuperarte de nuevo.
Sucedía que aquél viejo arrugado y decrépito era un
genio. Y no un genio cualquiera, uno de los más antiguos y poderosos de su raza.
Había vivido durante siglos, concediendo deseos a la gente, hasta que un día
simplemente dejó de hacerlo, y como todo el mundo sabe, un genio que no concede
deseos enferma, y finalmente muere.
El hombre se le acercó de nuevo, y se sentó en la cama
mirando en los antiguos y profundos ojos del genio que agonizaba. Y no vio
miedo, solo una enorme y tormentosa tristeza.
- Sé
por qué lo haces - le dijo el hombre de ojos azules - llevo tanto tiempo en
este mundo como tú, y no puedes cambiarlos, piden para sí mismos, todos ellos.
He concedido deseos a miles de hombres y mujeres y ninguno de ellos ha pedido
algo que no sea para sí mismo.
- Lo
siento amigo, es mi decisión - dijo el viejo con tristeza - No cumpliré más
sueños descabellados, estoy cansado.
-
Pero morirás.
El viejo sonrió y cerró los ojos. Su amigo no insistió
más y desapareció, sabía que no podría hacer que cambiase de opinión, y se
marchó con la certeza de que no volvería a ver a su amigo.
A la mañana siguiente alguien llamó a la puerta. El
viejo se despertó con el ruido del timbre, sorprendido de que su cuerpo aún
aguantase. Recurrió a sus últimas fuerzas para llegar a la puerta, y al abrirla
se encontró con la cálida sonrisa de una niña de siete años.
La madre le explicó que la niña había insistido en ir
a visitarlo temprano, antes de ir a la escuela para ver si estaba bien. A pesar
de que no tenían mucho tiempo, la mujer accedió a entrar y quedarse unos
minutos. La pequeña le contó cosas de la escuela y el viejo la escuchó con
atención, disfrutando de cada momento.
Al final, las fuerzas le fallaron, y con ayuda de la
mujer, regresó a la cama, donde ambas se despidieron del anciano. Cuando se
disponía a cerrar los ojos, escuchó una risa y vio como la niña se escabullía
del brazo de su madre. Entró corriendo en la habitación del viejo, saltó a la cama
y le dio un beso en la mejilla al sorprendido anciano.
-
Niña - dijo el viejo en un susurro con sus últimas fuerzas - Si pudieses pedir
un deseo, ¿cuál sería?
- Que
cuando te pusieses bueno otra vez, vengas un día a conocer mi cole - dijo la
niña con una sonrisa de oreja a oreja.
Y en aquél mismo instante, lejos de allí, el amigo del
genio, un hombre trajeado de ojos azules, sonrió pensando en su amigo, que al
final había encontrado a alguien que regalaba un deseo en lugar de pedirlo.