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lunes, 14 de octubre de 2013

El viejo de la parada.



El chico pasó de largo sin detenerse un instante a mirar a aquél viejo sentado en la parada del autobús. Incluso se permitió el lujo de subir el volumen de los auriculares. Se apoyó en la marquesina y esperó. En esa parada solo pasaba un autobús, pero cuando el viejo vehículo llegó con los faros encendidos, el viejo no se movió. El chico lo miró durante un breve instante y subió, dejándolo atrás.
Aquél extraño viejo, tan arrugado y encogido que se hacía diminuto entre las capas de abrigo que llevaba, siempre se sentaba a mirar pasar el mundo, pero nunca subía a ningún autobús. De vez en cuando, si sentía que tenía fuerzas, lo que ocurría cada vez menos, charlaba con alguno de los demás habitantes temporales de la parada, y siempre que lo hacía, les repetía la misma pregunta a todos ellos.

            - Si pudieras pedir un deseo, un deseo de verdad, ¿qué pedirías?

Aquella pregunta le había llevado a escuchar durante años las respuestas más inverosímiles de todo tipo de gente. La mayoría tenía que ver con el dinero, pero alguno incluso pensaban en malgastar un deseo en la victoria de su equipo favorito, o en aprobar un examen.
El viejo vio marcharse el autobús al que había subido el muchacho hasta que se perdió en una de las innumerables calles de la ciudad. Se hacía tarde y ya no volvería a pasar ningún autobús hasta el día siguiente, así que se levantó y recorrió los pocos metros que separaban la parada de su vivienda. Portal ocho, bajo derecha.
Se cruzó con la hija de su vecina, la Señora Fides, una anciana mujer que nunca salía de casa y que solo recibía la visita de su hija y su nieta, una pequeña niña de apenas siete años. Las saludó y las dejó pasar. La niña le sonrió al reconocerlo y salió del portal riendo. El viejo sonrió a su vez y se despidió de ellas con una sonrisa cansada. Aquella noche se sentía más viejo de lo habitual. Sentía como las fuerzas le abandonaban, le llevó un buen rato introducir la llave en la cerradura, y cuando por fin consiguió entrar en aquél refugio que llamaba hogar, las piernas le fallaron y cayó al suelo.
Cuando la hija de la Señora Fides volvió a por el paraguas olvidado en casa de su madre, encontró al viejo tirado en el suelo y se apresuró a llamar a una ambulancia. Al despertar, el viejo tranquilizó a los médicos diciéndoles que tan solo había tropezado, y consiguió evitar que lo llevasen al hospital. Tras medirle la tensión, y ante su insistencia, los sanitarios se fueron, y el viejo se quedó por fin a solas en su habitación, tumbado sobre la cama, disfrutando del poco tiempo que le quedaba.
Cerró los ojos un momento y se acordó de la niña que le había sonreído. Hacía tiempo que se habían marchado, se hacía tarde y una vez que la ambulancia había llegado no tenían nada que hacer allí. La niña se despidió de él como siempre, con una amplia sonrisa. 

              - ¿Aún sigues insistiendo en tu ridícula idea viejo amigo? - La voz le hizo abrir los ojos sobresaltado. Un hombre joven, con una elegante traje y los ojos azules, lo miraba con expresión preocupada - No te queda mucho.

                  - Lo sé - respondió el viejo con una sonrisa.

            - Sería tan fácil como  escoger a uno de ellos y concederle un deseo, eso te permitiría recuperarte de nuevo. 

Sucedía que aquél viejo arrugado y decrépito era un genio. Y no un genio cualquiera, uno de los más antiguos y poderosos de su raza. Había vivido durante siglos, concediendo deseos a la gente, hasta que un día simplemente dejó de hacerlo, y como todo el mundo sabe, un genio que no concede deseos enferma, y finalmente muere.
El hombre se le acercó de nuevo, y se sentó en la cama mirando en los antiguos y profundos ojos del genio que agonizaba. Y no vio miedo, solo una enorme y tormentosa tristeza.

            - Sé por qué lo haces - le dijo el hombre de ojos azules - llevo tanto tiempo en este mundo como tú, y no puedes cambiarlos, piden para sí mismos, todos ellos. He concedido deseos a miles de hombres y mujeres y ninguno de ellos ha pedido algo que no sea para sí mismo. 

            - Lo siento amigo, es mi decisión - dijo el viejo con tristeza - No cumpliré más sueños descabellados, estoy cansado.

               - Pero morirás.

El viejo sonrió y cerró los ojos. Su amigo no insistió más y desapareció, sabía que no podría hacer que cambiase de opinión, y se marchó con la certeza de que no volvería a ver a su amigo.
A la mañana siguiente alguien llamó a la puerta. El viejo se despertó con el ruido del timbre, sorprendido de que su cuerpo aún aguantase. Recurrió a sus últimas fuerzas para llegar a la puerta, y al abrirla se encontró con la cálida sonrisa de una niña de siete años.
La madre le explicó que la niña había insistido en ir a visitarlo temprano, antes de ir a la escuela para ver si estaba bien. A pesar de que no tenían mucho tiempo, la mujer accedió a entrar y quedarse unos minutos. La pequeña le contó cosas de la escuela y el viejo la escuchó con atención, disfrutando de cada momento.
Al final, las fuerzas le fallaron, y con ayuda de la mujer, regresó a la cama, donde ambas se despidieron del anciano. Cuando se disponía a cerrar los ojos, escuchó una risa y vio como la niña se escabullía del brazo de su madre. Entró corriendo en la habitación del viejo, saltó a la cama y le dio un beso en la mejilla al sorprendido anciano.

            - Niña - dijo el viejo en un susurro con sus últimas fuerzas - Si pudieses pedir un deseo, ¿cuál sería?

            - Que cuando te pusieses bueno otra vez, vengas un día a conocer mi cole - dijo la niña con una sonrisa de oreja a oreja. 

Y en aquél mismo instante, lejos de allí, el amigo del genio, un hombre trajeado de ojos azules, sonrió pensando en su amigo, que al final había encontrado a alguien que regalaba un deseo en lugar de pedirlo.

sábado, 31 de agosto de 2013

Sábanas de humo.



Abrió los ojos como un resorte. Apartó las sábanas, sucias de maquillaje y sudor, y se sentó sobre el borde la cama escuchando la respiración tranquila del cálido cuerpo que dormía junto a él.
 Admiró su cuerpo desnudo, delicado como un vino francés, y bostezó inconscientemente. El torso de la mujer se alzaba de manera acompasada con su respiración dejando adivinar el contorno de sus caderas bajo las sábanas.
Pensó en despertarla suavemente y volver a hacerle el amor, volver a recorrer sus contornos y perderse en su cuerpo. El mundo podría esperar. Observó las marcas que había dejado la noche anterior, mientras dibujaba palabras invisibles en su pálido cuello de olor a jazmín, y el recuerdo de la noche lo embargó como si de una droga se tratara.
Se volvió, y buscó su ropa. Los reflejos del día formaban charquitos de luz bajo sus pies entre la penumbra de la habitación. Miró la hora y se permitió una sonrisa. Las once.
 Por supuesto, pensó.
Siempre eran las once. Ni siquiera recordaba cuanto tiempo hacía que el reloj había perdido su pila y se había detenido en aquella mágica hora. Desde entonces siempre vivía en las once. Todo lo maravilloso ocurría a las once. Era la hora de la cena y el desayuno tardío. La hora de salir de casa y de volver. Siempre eran las once. Pensó amargamente en toda aquella gente que vivía con veinticuatro horas cuando solo hacían falta dos. La gente vivía sin darse cuenta de muchas cosas. Se preguntó de cuantas cosas inservibles y estúpidas no se habría percatado aún, y el amago de un dolor de cabeza asomó en sus sienes. Rechazó la idea y tanteó bajo la cama en busca de sus pantalones. Hurgó en los bolsillos y sacó un cigarrillo. Con el pitillo entre los labios repletos de marcas de pintalabios, cogió su chaqueta en busca de su mechero.
El mechero no funcionaba por supuesto, debía llevar sin gas desde antes de que se estropease el reloj. En realidad, en toda su vida nunca había fumado un cigarrillo, pero le tranquilizaba el tacto del pitillo entre sus labios. Solo sentía ganas de fumar cuando no tenía una cajetilla en el bolsillo. A fin de cuentas, la necesidad de poseer lo que no se tiene es la mayor de las adicciones.
 Miró de nuevo a la mujer, que aún dormía y recordó sus ojos oscuros, ahora escondidos bajo sus párpados cerrados. Ella también había sido como aquel cigarrillo. No sabía que la quería, hasta que dio cuenta de que no la tenía.
Guardó de nuevo el mechero y se vistió aún con el cigarro en la boca. De nuevo pensó en despertarla, pero rechazó la idea. Era mejor así, era tan perfecta así. Sus ojos eran aún más bonitos, y su cuerpo nunca sería más bello que en ese momento.
Abrió la puerta del pequeño apartamento y salió a la calle. Se preguntó si llovería, y mientras miraba el cielo plomizo, sonrió y dio media vuelta. No podía irse.

En ese mismo instante, la mujer abrió los ojos y vio una cajetilla de tabaco sobre el lugar donde debía estar su amante. Sonrió. Hacía años que no sentía ganas de fumar un cigarrillo.

lunes, 5 de agosto de 2013

Las tres paredes de un candado.

Que todas las cerraduras tienen ojos,

y siempre saben dónde mirar.




- ¿Dónde estoy?¿qué es esto? no puedo ver nada. 
- ¿Dónde crees que estás? 
- ¿qu-quién eres?
- Eres como un niño, solo sabes hacer preguntas inútiles.
- ¿Quién eres?
- ¿De verdad no lo sabes? Qué divertido.
- ¡No! ¿qué es todo esto? ¿qué está pasando?
- ¿No recuerdas lo que dijiste? ¿lo que querías? estar lejos de todo, donde no te hicieran daño, lo gritaste durante días.
- Yo dije eso...
- Sí, y por eso estás aquí.
- ¿Cómo salgo?
- Por la puerta.
- ¿Qué puerta?
- Esa, ¿no la ves?
- Ahora sí...está cerrada.
- Claro, necesitas la llave.
- ¿Dónde está?
- ¿Dónde la tiraste?
- ¿Yo la tiré?
- Sí.
- ¿Por qué? Mientes, ¿por qué iba a querer quedarme encerrado en un sitio como este? 
- ¿A mí me lo preguntas? querías estar aquí.
- ¿Dónde estoy?
- Querías un sitio donde nadie pudiese hacerte daño.
- ¿Esto es real o estoy dentro de mi mente?
- Ambas cosas.
- ¿Quién eres?
- No haces más que preguntas estúpidas. ¿De verdad creías que crear una coraza y encerrarte dentro, te mantendría a salvo? ¿Nunca pensaste que podrías quedarte encerrado con lo que más temes?
- ¿Qué eres? Me estás asustando.
- Normal, soy tu miedo.
- ¡No! ¡quiero salir! 
- Encuentra la llave.
- ¿Dónde está? 
- No lo sé, la tiraste lejos. 
- Pero tú sabes dónde está. 
- Cierto, la llave es tu miedo también. 
- Entonces, ¿la llave está hecha de ti?
- En cierto modo. 
- Tú eres la llave. 
- Es una forma de decirlo. 
- Abre la puerta, quiero salir. 
- No. 
- ¿Y mis amigos? ¿mi familia? ellos no me hacían daño, ¿por qué no están aquí? 
- Tu coraza te separa de todo, menos de lo que forma parte de ti, es decir yo. De todas formas, ¿qué amigos? estás solo. 
- ¡No! ¿Dónde están? 
- Fuera, no pueden entrar. 
- Tengo que salir, abre. 
- No. 
- Tú eres mi llave, abre la puerta. 
- ¿Qué te hace pensar que te obedeceré? 
- Me hiciste caso al venir aquí. 
- Porque yo te quería aquí. 
- ¿Por qué? 
- ¿Por qué no? Es divertido verte sufrir, y esto es como un patio de juegos para mí. 
- Si la llave está hecha de miedo, y tú eres mi miedo, significa que puedo hacer de ti una llave. 
- Quizá. 
- Entonces tengo dos opciones, ser tu juguete o transformarte en mi llave. 
- Niño inútil, ¿Cómo piensas hacer eso? 
- Luchando contra ti. 
- Soy parte de ti. 
- Entonces lucharé contra mí mismo. 
- Podrías hacerlo, pero sé sincero, nunca has luchado y no vas a empezar ahora. Tienes demasiado miedo y estás solo. 
- Quizá. ¿Acaso tienes miedo?